sábado, 24 de septiembre de 2011

el abismo de la juventud

Cada vez que la bailaora rubia le dirigía una de aquellas miradas, que no sería impropio calificar de ardientes, Lorencito notaba una oleada de flojera en las piernas y una presión en las sienes perladas de sudores fríos, y no había modo de evitar que los ojos se le fueran hacia las largas piernas y el generoso escote de la bailaora, que al aproximarse taconeando hacia donde él estaba lo envolvía en el vendaval del vuelo de su falda, en un aire cálido, pesado de perfumes, que lo sofocaba gradualmente y revivía en él los apetitos angustiosos de su lejana mocedad.

Antonio Muñoz Molina - Los misterios de Madrid

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