jueves, 29 de septiembre de 2011

miedo

En esa época, en los setenta, sobre todo al principio, creíamos fervorosamente en la comunicación, imaginábamos que ni la amistad ni el amor eran posibles sin una transparencia absoluta, nos desesperaba la dificultad de transmitir lo que sentíamos. Ahora, algunas veces, yo agradezco exactamente lo contrario, el privilegio de la inviolabilidad, la maravilla del silencio, el derecho a acordarme sin que lo sepa nadie, sin que lo pueda sospechar nunca mi mujer, que duerme a mi lado, en la oscuridad de nuestro dormitorio, de aquella amiga o cómplice de Ataúlfo Ramiro a la que vi desnuda durante un segundo, en Madrid, hace diecinueve años, cuando al adelantar la mano para abrirme una puerta se le desciñó la bata de seda azul delante de mis ojos y se echó a reír como si no le importara nada mi presencia. Iba a marcharme, pero la seguí mirando y ella no volvió a ceñirse la bata ni se movió del umbral, y yo olí no su perfume, sino su piel desnuda, noté que me ardía la cara y pensé que si le pedía que me dejara entrar de nuevo con ella no iba a negarse, pero tuve de pronto más miedo del que había tenido nunca, le dije hasta luego y tardé un rato en oír, mientras bajaba las escaleras, el golpe de la puerta al cerrarse, una de tantas puertas que se cierran para no abrirse más en la vida de uno.

El dueño del secreto, Antonio Muñoz Molina

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