lunes, 6 de mayo de 2013

Cosas de las convenciones


No queda duda alguna de que la hermosa dama, al oírle hablar tenía en su alma eso que no se puede designar sino diciendo que estaba agobiada bajo un formidable peso. Claramente decían sus ojos que tras de la fórmula artificiosa y vana que articulaban los labios, había una reserva de palabras verdaderas que al menor descuido de la voluntad saldrían en torrente diciendo lo que ellas solas sabían decir. Que se echara fuera, por capricho o audacia, una palabra sola y las demás saldrían vibrando con el sentimiento que las nutría. Por un instante se habría creído que el volcán (demos al fenómeno referido su nombre platónico convencional) llegaba al momento supino de la erupción echando fuera su lava y su humo. Salvador tembló al ver con cuánto afán, digno de mejor motivo, contaba la señora las varillas de su abanico, pasándolas entre los dedos cual si fueran cuentas de rosario, y mirándolo y remirándolo como si él también hablase. Después la dama alzó los ojos que tenía empañados, cual si fluctuara sobre aquel cielo azul la niebla del lloriqueo, y echando sobre su amigo una mirada que era más bien explosión de miradas, desplegó los labios, empezó una sílaba y se la tragó en seguida juntamente con otras muchas, que estaban entre los lindos dientes esperando vez. La señora se sometió a sí misma con formidable tiranía y en vez de aquello que iba a decir no dijo más que esto:-Hoy me han regalado una cesta de albaricoques.

Los apostólicos, capítulo XXVII, Benito Pérez Galdós

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