viernes, 26 de julio de 2013

Cada pueblo tiene los gobernantes que se merece

Hizo Calpena mental paralelo entre su tocayo Narizotas y el llamado Pretendiente, llegando a la conclusión triste de que si hubiera un infierno especial para los reyes, en el más calentito rescoldo de este tártaro regio debían purgar sus pecados contra la humanidad estos dos señores, que simbolizando la misma idea, por la supuesta ley de sus derechos mataron o dejaron matar tal número de españoles, que con los huesos de aquellos nobles muertos, víctimas unos de su ciego fanatismo, inmolados otros por el deber o en matanzas y represalias feroces, se podría formar una pira tan alta como el Moncayo. En todos los países, la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han determinado enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca, ni aun en las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la política tan odiosa y estúpidamente confabuladas con la muerte. La historia de las persecuciones del 14 al 20, de la reacción del 24, de las campañas apostólicas y realistas, así como del recíproco exterminio de españoles en la guerra dinástica hasta el Convenio de Vergara, causan dolor y espanto, por el contraste que ofrece la grandeza de tan extraordinario derroche de vidas con la pequeñez de las personas en cuyo nombre moría o se dejaba matar ciegamente lo más florido de la nación. Considerados en lo moral, grande era la diferencia entre Fernando y Carlos, pues la bajeza y sentimientos innobles de aquel no tuvieron imitación en su hermano, varón puro y honrado, con toda la probidad posible dentro de aquella artificial realeza y de la superstición de soberanía providencial. Trasladados los dos a la vida privada, donde no pudieran llamarnos vasallos ni suponerse reyes cogiditos de la mano de Dios, Fernando hubiera sido siempre un mal hombre; D. Carlos un hombre de bien, sin pena ni gloria. En inteligencia, allá se iban, ganando Fernando a su hermano, si no en ideas propiamente tales, en marrullerías y artes de la vida práctica. Las ideas de Don Carlos eran pocas, tenaces, agarradas al magín duro, como el molusco a la roca, con el conglutinante del formulismo religioso, que en su espíritu tenía todo el vigor de la fe. De la piedad de Fernando no había mucho que fiar, como fundada en su propia conveniencia; la de D. Carlos se manifestaba en santurronerías sin substancia, propias de viejas histéricas, más que en actos de elevado cristianismo. En sus reveses políticos, no supo Fernando conservarse tan entero como cuando ejercía de tiranuelo, comiéndose los niños crudos; D. Carlos mantuvo su dignidad en el ostracismo y en la mala ventura, y acabó sus días amado de los que le habían servido. Fernando se compuso de manera que, al morir, los enemigos le aborrecían tanto como le despreciaban los amigos.


De Oñate a La Granja, capítulo XX, Benito Pérez Galdós

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