martes, 29 de marzo de 2011

la unidad asintética de la razón

No tengo la sensación de recordar, sino de ver. La mirada abarca desde aquí los paisajes ondulados y extendidos del tiempo hasta más allá de los perfiles azules que hace veinte años limitaban el porvenir y la forma del mundo. Bajo por los caminos, entre las tapias hundidas de las huertas, y no sé distinguir la felicidad del dolor ni los sentimientos de quien yo soy ahora mismo de los que pertenecían a quien fui en el último invierno de mi vida en Mágina. Tal vez al acordarme de ese muchacho de diecisiete años que es en gran parte un desconocido lo estoy inventando en la misma medida arbitraria en que él me inventaba a mí: pero su imaginación no llegó a tanto, no era capaz de vaticinar nada que le ocurriera después de los treinta años, no se atrevía. Y sin embargo yo soy ahora el forastero en que él deseó convertirse, y me intriga pensar que alguna vez imaginó un regreso parecido a éste y que de algún modo me posee por haberlo previsto, igual que mi bisabuelo Pedro temía que le robaran la figura y el alma si le tomaban una foto. Previó a los diecisiete años, por estos mismos caminos, que cambiaría él, y que cuando volviera todo seguiría inalterado: ahora comprendo que se equivocó. Ya no soy quien fui, y por eso puedo hablar de mí mismo en tercera persona, pero aun siendo otro he cambiado mucho menos, para mi fortuna o mi desgracia, que la realidad exterior.

El jinete polaco, Antonio Muñoz Molina

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