lunes, 2 de septiembre de 2013

La derrota

Pues aquí está gustando las delicias de una hospitalidad amorosa. Hoy no tiene tu discípulo más goce que renunciar a todos los que de su propia iniciativa pudiera esperar, ni más orgullo que la humildad, ni más albedrío que el no tenerlo, ni más independencia que la absoluta sumisión al gusto y ordenanzas de los que quieren, y por lo visto deben mandar en él. Cuando un hombre se equivoca en el grado de mis equivocaciones; cuando las propias iniciativas salen de tal modo frustradas, justo es que imponga a su torpe voluntad esta penitencia de la radical anulación. Sí, sí, mi amado sacerdote; esta bribona de mi voluntad ha de pagarme la que me ha hecho: condenada la tengo a desempeñar por ahora en mi vida un papel semejante al de los diputados que no dicen más que sí y no, según las órdenes del Gobierno. Y que no me va mal, gracias a Dios, en el nuevo régimen de mi pasividad o vida boba, pues en este Limbo en donde la autoridad me confina, estoy a qué quieres boca, tan mimadito y agasajado, que sería yo la misma ingratitud si me quejara. ¿Y ahora sales, ¡oh amigo maleante! con la gaita de que te cuente los pormenores de mi atroz caída y de la catástrofe de mis ilusiones? Francamente, me encuentro muy tranquilo en este descanso, y no me hace maldita gracia volver sobre sucesos que más son para olvidados que para referidos. Aún no se ha disipado la turbación que en mi alma produjeron, ni el despecho rencoroso, ni la vergüenza, que vergüenza he sentido y siento de tan inaudito desaire. ¿Pero tú qué entiendes de estas cosas, hombre solitario, apartado por tu ministerio de la mala compañía de las pasiones?


La estafeta romántica, capítulo V, Benito Pérez Galdós

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