Lo dominaba una congoja de despedida irreparable, más grave aún porque no había contado con ella. Como él se quedaba paralizado siempre en el filo de sus decisiones y sus actos, creía que el mundo y el tiempo se paralizaban también en espera de ellos, y ahora lo asombraba descubrir que no, que habían seguido ocurriendo cosas durante las semanas en que él no llamó ni buscó a Susana ni dejó de pensar en ella y de echarla de menos mientras le ayudaba a su mujer a acomodarse en la nueva vida, en la casa alquilada que hasta ahora no había visto.
Plenilunio, Capítulo 32. Antonio Muñoz Molina
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