viernes, 9 de agosto de 2013

La triste historia de nuestro país ...

No tardaron los absolutistas en desbandarse por la vertiente Norte. Iniciado el abandono del fuerte, los de acá pusieron en la cúspide sus manos, luego sus rodillas. El ejército de Isabel dio por fin en ella la furibunda patada que estremeció y quebrantó para siempre el inseguro reino de Carlos V. Serían las cinco cuando el caballo de Espartero tocaba el himno con su vigorosa pezuña sobre el suelo de la plaza de armas del fuerte. El noble animal no podía sofocar con sus relinchos la gritería de los soldados, ebrios de gozo. El ejército que tal hazaña consumó era un gran ejército; mas para que luciera en toda su grandeza el santo ardor patriótico y el militar orgullo que le inflamaban, era necesario que tuviese caudillos que supieran cogerle de un brazo y llevarle a las cumbres estratégicas, que simbolizan las altas cimas de la gloria. Sin tales pastores, no puede haber rebaños tales. Pastoreaba las tropas cristinas, en aquella noche terrible, un soldado de corazón grande, que supo infundirles el sentimiento del deber, la convicción de que sacrificando sus vidas mortales salvarían lo inmortal de la patria, el honor histórico de las banderas. El tiempo, en vez de amenguar la talla de aquellas figuras, las agiganta cada día, y hoy las vemos subir, no tanto quizás por lo que ellas crecen como por lo que nos achicamos nosotros; y aún lloramos un poquito, ya con todo el siglo dentro del cuerpo, viendo que gérmenes tan hermosos no hayan fructificado más que en el campo de la guerra civil. Creíamos que aquello era el aprendizaje para empresas de superior magnitud... Pero no era sino precocidad infantil, de las que luego salen fallidas, dándonos tras el muchachón de extremado vigor cerebral, hombres raquíticos y sin seso.


Luchana, capítulo XXXIX, Benito Pérez Galdós

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